El Capitán Sirera

luissireratio2min




El Capitán Sirera.

I

Recuerdo que un día mi abuelo me contó la historia de su nieto, un niño miope al que le gustaba ensimismarse con el recuerdo de su hermana, a la que amaba y con la que mantenía largas conversaciones entre los tres lados: el de aquí, el de allá y el lado del tiempo.

Sentado en su esquina preferida de la casa, junto a la ventana que daba al deslunado, miraba la televisión después de cerrar el libro, cualquier libro que fuera el que había caído en sus manos. Salía del mundo de la imaginación a través de las palabras y entraba en ese otro exhuberante y recargado, veloz como su delirante ojo derecho, incapaz de procesar toda aquella información de luz y sonido.

Normalmente una voz, algo más alta que la otra, le devolvía a la tierra que se pisa con los pies, a la que bajaba de un salto: «N, a comer. Deja ya de ver la tele, que vamos a comer». Y no era ese, claro está, el mejor momento del día. De este lado todo era bastante más gris y aburrido, duro, seco y desolado. Todo era de derrota y larga posguerra, aun en aquel tiempo de «desarrollismo».

¿Que me hubiera dicho el Capitán Sirera que hiciera ante este brusco aterrizaje? Te imaginas, hermana, qué paseos hubiéramos dado con él, y las historias que nos hubiera contado acerca del papá. Y de la nieve, y de Marruecos, y del mar. Aunque no se si nos hubiera contado cosas de la guerra. Seguro que nos habría dicho que soñáramos.

Yo miraba a los ojos de mi abuelo, que brillaban con chiribitas como si fueran de un niño de mi edad. Entonces me cogía la mano mientras miraba la fotografía del recibidor y empezaba a contarme de mi abuela, de Angelita, de cómo la amaba y de dónde la había conocido. De cómo ella a veces le regañaba y luego le daba un beso en la frente, antes de… Y aquí soltaba un par de carcajadas de las que saltan y se quedaba en silencio, con una sonrisa. «Ponte el abrigo. Vamos a dar un paseo – me decía- que te quiero enseñar una cosa». Y nos íbamos a la calle a que me enseñara los mismos lugares de siempre, la calle del Mar, la esquina vieja de la calle de Navellos, el rincón de la calle Conde de Montornés y la esquina de Conde Salvatierra, junto el mercado de Colón, antes de dar la vuelta completa a la manzana y de pararnos en la tienda de chocolates de enfrente, junto al estanco.
Siempre era igual y siempre era distinto, siempre de una manera nueva, como solo él sabía hacerlo. Aunque él no escupía delante de la puerta de cada iglesia, como a mí me gustaría hoy que hubiera hecho, si él hubiera sido yo.

En vez de esto – mientras miraba su fotografía en el recibidor y escuchaba las historias que de él me contaba mi padre- aprendía que a veces se pierde y que entonces hay que saber perderlo todo. Porque solo entonces abres la puerta al hallazgo, porque solo entonces puedes vencer mas tarde, cada vez que vivas de nuevo en el recuerdo de tus hijas y de tus hijos, en el de tus amigos y tus amigas, y en el de sus hijas y sus hijos, y en el de tus nietas y nietos, y en el de sus nietas y nietos…más allá del crimen, de la desaparición y del dolor, desde los buenos principios y el amor, desde la dignidad y la profunda creencia en un mundo mejor.

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